Paulo dejó la cama de Mariel sin hacer ruido. Ella dormía, pero no hacía
falta despedirse: ya todo estaba dicho. Se habían separado. Cerró la puerta y,
con la oreja pegada a la cerradura, escuchó el silencio dentro de la casa. Todo
en orden. En puntitas de pie bajó los tres pisos por la escalera: el ascensor
era demasiado ruidoso, ella podría despertarse y correr por el pasillo,
gritarle desde arriba ¡esperá! ¡dónde vas! ¡volvé!.. pero qué iluso.
Una vez en la calle, la fría
madrugada lo engripó enseguida. Sólo llevaba de abrigo su remera. La nariz, ya
enrojecida, le moqueaba, y no tenía ni un pañuelo. Tentado por las sábanas
quizá todavía tibias de la cama de Mariel, pensó en volver al departamento;
desechó la idea ni bien llegó a la estación.
Tuvo suerte: el tren vino
enseguida y vacío. Pensó que era lógico, nadie lo tomaría a las tres de la
mañana. Mirando alrededor, algo desconfiado, subió, y caminó varios vagones
buscando algún pasajero en quien refugiarse.
Nadie por ningún lado.
Recién adelante del convoy encontró sentada, de espaldas, a una rubia
con su cabeza apoyada en la ventanilla. Fue a sentarse justo detrás de ella.
En el aburrimiento del viaje se
dejó llevar por la idea de encararla: hola, cómo estás, le diría; luego se
bajarían en la misma estación, se besarían y, en una de esas, ella lo invitaría
a su casa.
De pronto Paulo sacudió su cabeza y se retó por la distracción. ¡Ella
podría bajarse en cualquier momento! Si iba a hablarle, tendría que ser ya.
Tomó coraje y se levantó. Amagó a sentarse al lado, pero a último
momento el pudor lo mandó directamente al asiento de adelante. Quedó de
espaldas a ella.
Qué boludo, pensó.
Envalentonado de nuevo, decidido a hablarle, se dio vuelta y encontró
los ojos de ella fijos en él. Se quedó mudo, bloqueado. Del susto que tenía le
sacó la mirada, y arrancó con las dudas: ¿me estaba mirando? Claro, cómo no iba
a mirarme si soy la única persona en todo el vagón. Además, si me siento
adelante de ella y me doy vuelta, no le quedaba otra más que mirarme. Eso no
significa nada. ¿O si?
Giró su cabeza otra vez, y las miradas volvieron a cruzarse.
Entonces, con un movimiento rápido, casi imperceptible, se levantó de su
asiento y fue a sentarse, por fin, al lado de ella.
Intentó hablarle, pero sólo pudo decir:
—Eeh…— y un escalofrío le cerró la garganta.
Ella sólo miraba al frente. Se mostraba nada más que de perfil: la nariz
recta, la boca rosada, redondeadas y pálidas las mejillas, pálidas como leche.
Paulo esperó que ella reaccionara, pero se dio cuenta de que nada en su
semblante de estatua cambiaría.
El tren, a mitad de camino entre estaciones, amasaba los rieles a toda
velocidad, convirtiendo los vagones una lata vacía de resonancia, lata gigante y
plateada, cavernosa.
Miró a la chica una última vez, estudiándola: sus ojos claros no
pestañaban. Aun tiesa, rígida, era hermosa. Su piel, delgada hasta la
transparencia, dejaba ver en su interior una consistencia como de perla, sin
huesos ni nada que la sostuviera. Sus piernas, saliendo de la pollera, se
esfumaban en la negrura bajo los asientos.
Un inquietante deseo de besarla, de quedarse junto a ella, lo tomó por
completo: en silencio la acompañaría en su armónico viaje. Nunca le contaría a
nadie que la había conocido.
—Quiero quedarme con vos —dijo
él, aunque quedarse significara (lo presentía) quedarse para siempre.
En Devoto, cinco estaciones antes
de la suya, la besó muerto de miedo, y se bajó.
No tomó otro tren hasta que se
hizo de día.