Aquella Delia (cuento - mención del jurado en concurso literario de Metrovías)

Antes de que soplara las velitas, los tres dejamos que el abuelo se tomara todo el tiempo del mundo para pedir sus deseos. Cada vez éramos menos los que todavía íbamos a la casa del viejo a festejarle el cumpleaños. Al ver que tardaba en soplar, el tío Basilio rezongó muy bajito, pero yo lo oí. El abuelo, en la cabecera de la mesa, apagó por fin las velitas. Basilio se levantó y le palmeó la espalda, evitando tocarle la joroba.
—Feliz cumple, hermano —le dijo—. Ochenta y cinco pirulos, y estás hecho un pibe.
Al abuelo no le causó ninguna gracia la humorada.
Me levanté de mi lugar en la mesa, y en el camino me la llevé también a Claudia: un poco intimidada, apenas había hablado en toda la cena. No había sido buena idea presentársela al abuelo justo hoy.
—Feliz cumple, abuelo —dije, y le di un beso en la mejilla áspera como un trago de aguardiente.
—Muchas felicidades, don Augusto —le dijo Claudia con fría distancia.
El abuelo no la miró. En cambio, apartó la torta y apoyó las manos sobre la mesa, pensando quién sabe en qué.
Se formó un silencio muy espeso. Milagrosamente sonó el teléfono.
—Yo atiendo —dijo el abuelo, ganándonos a todos de mano, y desapareció tras la puerta de la cocina.
Apenas un segundo después, Claudia preguntó:
—¿Dije algo malo?
—¿Algo malo? —yo la miré—. No creo. ¿Por qué pensás eso?
—Si es por la cara de mi hermano, no te preocupes —la tranquilizó el tío Basilio—. Augusto es así: nunca sonríe. Siempre fue así.
—¿Siempre? —dijo Claudia—. Qué pena.
—Bueno, casi siempre —Basilio se acomodó en su respaldo como cuando está a punto de contar una vieja y larga historia. Si era la historia en que yo estaba pensando, me la conocía de memoria. Pero Claudia no—. Augusto no sonríe desde los diecinueve años —siguió diciendo el tío—, después de un viaje de trabajo a Puerto Madryn. Allí conoció a una chica, una tal Delia. Todas las tardes, no bien caía el sol, se escapaban a la costa y daban infinitas caminatas por las playas vírgenes. Nunca llegaron a besarse, ni siquiera a… intimar… Pero Augusto se enamoró perdidamente. Un día el viaje se le terminó, y antes de volver le propuso a Delia que se fuera con él a Buenos Aires.
—Y Delia le dijo que no —interrumpió Claudia, metida de lleno en la historia.
—Y Delia le dijo que no —asintió Basilio—. Mi hermano volvió de Madryn solo. Pero lo que volvió no era él. Era más bien un envase vacío, una carcasa: su corazón lo había perdido allá lejos, en las playas del sur. Desde entonces, nunca más sonrió. Se transformó en un tipo retraído, taciturno, que apenas te miraba a los ojos.
—Pero supongo que después de aquel desengaño habrá tenido otros amoríos —dijo Claudia.
—Por supuesto que los tuvo —Basilio me señaló como muestra del fruto de los otros amoríos de su hermano—. Pero esa chica de Puerto Madryn, esa Delia, fue su primer desengaño, su primer amor. A veces, en sus desvaríos de viejo gagá que cada tanto le agarran, escucho que la nombra y le pregunta si se acuerda de las caminatas, de los atardeceres. Y en la soledad del living todavía le reclama por qué no se vino con él a Buenos Aires, por qué tuvo que abandonarlo así.
—¡Eso es muy triste! —Claudia se tapó la boca al darse cuenta de que había gritado.
—A mi me da pena que el abuelo haya elegido pasar su vida de esa manera —acoté.
—Uno no elige cómo sentir —dijo Claudia con tono de reconvención—. Si tu abuelo llevó esa vida de espera y de nostalgia, fue porque le tocó vivir eso; no porque lo haya elegido.
Hicimos silencio.
El tío Basilio cortó unas porciones de torta y apartó la fuente con el resto.
—Para guardar en la heladera lo que queda —explicó.
El fantasma de la tal Delia había colado su bruma de tristeza en el cumpleaños, la misma bruma de tristeza que había esparcido en la vida del abuelo, que ahora seguía murmurándole al teléfono en el living oscuro. Apenas se lo oía.
Probé la torta para sentir algo dulce, pero Claudia ni la tocó. En cambio, el tío Basilio comió su porción entera. Incluso raspó el plato con el tenedor y todo. Pero no lo veía muy entusiasmado. No saboreaba. Supuse que pensaba en Delia. Qué distinto habría sido su hermano si aquella chiruza de Puerto Madryn se hubiese subido al micro con él.
—Esas cosas no se hacen —dijo, como para sí mismo.
—¿Cuáles cosas? —Claudia volvió de su nube de pensamientos.
—Esas cosas que hace la gente como Delia. Eso de prometer algo que no se puede cumplir.
—¿Cómo iba ella a saberlo? —dijo Claudia—. Quizá se dejó llevar por el amor que los dos sintieron en aquellas caminatas, pero quizás en el fondo sabía que sería imposible, que no podría irse a Buenos Aires con Augusto y abandonar toda su vida allá.
—Eso tendría que haberlo pensado antes —dije yo, y por la fulminante mirada de Claudia preferí no meter más bocadillos en el asunto.
—Lo que no entiendo —continuó ella, arrastrando su silla más cerca del tío Basilio—, es por qué don Augusto nunca la fue a buscar.
—¡Tenía demasiado miedo! —exclamó Basilio abriendo los brazos. Después se contrajo como un bicho bolita y susurró—: ¿Qué hubiera pasado si mi hermano iba hasta Puerto Madryn y no la encontraba por ningún lado? O peor aún: si la encontraba con otro. No, querida, mejor no. Prefirió quedarse a esperarla. Se quedó esperándola toda su vida, y yo un poco me quedé sin hermano.
El abuelo apareció por sorpresa en el vano de la puerta. La luz de la cocina resaltaba su erguido esqueleto contra la oscuridad del living, como si repentinamente se hubiese liberado del peso de su joroba, del dolor de sus rodillas y su reuma.
—¿Quién llamó al teléfono? —le preguntó Basilio.
Y dijo Augusto, incrédulo de sus mismas palabras:
—Delia. Delia llamó. Me invitó a salir.
Entonces, con un natural y olvidado movimiento que pareció dolerle en las mejillas, sonrió.