Leche amarga (cuento - 1° premio en el Concurso Nacional UPCN 2012)

Pedro atajó su casco del viento y se acurrucó como pudo en la trinchera inundada. La gruesa lluvia que en los últimos días había caído en las islas azotaba duramente la posición del monte, mucho más duramente que los helicópteros enemigos, que seguían pasando sobre las cabezas del grupo sin disparar un solo tiro.
—Me gustaría saber qué carajo están haciendo esos pelotudos, que no disparan —dijo Baldini—. Todo el día revoloteando con esas mierdas de helicópteros.
—Y seguro que nos descubrieron, Teniente —dijo Ríos, hambriento por derribar alguno—. Pasan lejos de nuestras antiaéreas para que no podamos tirarles.
Baldini lo calló de un manotazo en la nuca.
Pedro asomó su cabeza lo más a ras que pudo. Se embarró la frente, la nariz, y apoyó el mentón en el borde de la trinchera. El olor a barro y yuyos mojados lo llevó por un segundo al jardín de su casa, y rogó que por favor Memé no se olvidara de cortar el césped aunque tuviera que pasar la cortadora con Agustín en brazos. Cuando se sintió seguro, giró y quedó de frente al blanquecino cielo en el final de la tarde. Ya no recordaba si era el noveno, el décimo o el onceavo día de junio.
Qué importa, pensó. Las heladas del invierno están acá nomás.
Otro helicóptero Scut le zumbó por encima y desapareció tras la colina del oeste, al fondo de donde alcanzaba a ver.
Pero en poco rato ya no podrían ver nada, y si los Scuts volvían…
—¡Fuego a la izquierda, Teniente! —gritó uno antes de zambullirse en la trinchera—. ¡Están tirándole al Manco y a Luzuaga!
—¡Ya me parecía, la reputa madre! —dijo Baldini, reagrupando a los suyos como si fueran muñecos de trapo, sacudiéndolos del abrigo—. ¡No se muevan de acá, carajo! Estén listos para tirarle al primero que se asome.
—Es fuego de metralla, Teniente. Nos tiran desde los helicópteros —le informó Ríos—. No hay más tropa por ningún lado, no sé dónde estarán escondidos estos perros.
—Ya van a aparecer.
Pedro se resguardó de la balacera, que ahora picaba más cerca. Desde el aire, él y sus compañeros eran blanco fácil.
—¡Hay que salir! —Ríos intentó saltar la trinchera. El Teniente lo detuvo con la culata del fusil en el pecho.
—¡De acá no se me mueve nadie, carajo! —le gritó a Ríos y al resto de la tropa—. Pónganse a cubierto. Si estos hijos de puta no le pegan a nadie, al final se van a cansar y se las toman.
Pero el tiroteo se intensificaba; los pilotos ingleses parecían ajustar la puntería.
El Manco y Luzuaga saltaron de la trinchera izquierda y llegaron corriendo a la barraca central. El Manco se zambulló de cabeza, y Pedro tuvo que atajarlo para que no se estrellara contra la filosa arista de una piedra.
—Gracias, hermano —le dijo el otro, aliviado.
Algo más atrás, Luzuaga se trajo consigo el fuego enemigo y toda la atención del batallón inglés, que finalmente se dejó ver tras las rocas calcinadas de la explanada inferior. A los gritos, se lanzaron de sus puestos decididos a tomar la posición de Baldini.
—¡Vienen subiendo! —gritó Ríos.
—¡Ateeennnn-tos! —ordenó Baldini.
El pelotón apostó los fusiles de cara al enemigo.
Pedro buscó algún blanco que no se moviera mucho, algún gurkha demasiado valiente como para ponerse a resguardo.
A pocos metros, encontró uno. Sólo tuvo que girar sus hombros un poco a la derecha. Luego frunció el entrecejo y se acomodó en su fusil hasta que la mira cubrió por completo la cabeza de su objetivo.
Dudó un segundo —hasta ahora no había matado a nadie desde el desembarco—, y su blanco se avivó, lanzándose entonces cuerpo a tierra y apoyando su metralla en el barro. Pedro vio la profunda negrura del cañón inglés apuntándole justo en medio de los ojos.
Un segundo antes de los disparos, la imagen de Memé le recordó que, tarde o temprano, sea como fuere, debía volver a casa. Debía sobrevivir a la guerra el tiempo que durase, y nada de andar haciéndose el machito para quedar bien con nadie… que, si no, voy a tener que ocuparme sola de Agustín y sin vos no puedo, Pedrito.
En ese preciso momento, a dos mil kilómetros al norte, en pleno continente, Memé encendió la tele y se bajó el corpiño.
Agustín se prendió a la teta, y después de unos cuantos chupones cerró los ojos, como durmiendo pero sin dejar de mamar. Ella se sentó en el sillón y subió el volumen. Las noticias no mostraban nada nuevo; repetían las imágenes de la mañana, del día anterior y de toda la semana: el exitoso ataque de la Aviación contra el acorazado inglés, que habían logrado hundir. ¿Cuántos días más volverían a machacar con esas imágenes?
Memé se ilusionaba con que Pedro apareciera en la tele reporteado por algún periodista, saludando a la cámara abrazado a la tropa. Quería verlo, saber de él. Verlo triunfante.
Pero los de la tele eran unos necios que no mostraban nada.
Sonó el teléfono, y Memé no atendió. Seguramente era su madre, que la llamaba siempre a la hora del noticiero para pedirle que se dejara de joder con las noticias, que apagara mientras le daba teta a Agustín. Si no, pobre chico, iba a tomar leche amarga.
—Por qué no me dejará en paz —dijo, y cubrió los pies del nene con la almohada que dejaba en el sillón.
Pedro debía volver pronto y arreglar la estufa, que en la tele habían dicho que el frío se iba a venir bravo esta temporada. El mismo frío que seguramente ya asolaba las islas, tan solitarias al sur del océano.
En ese preciso momento, a dos mil kilómetros al sur, el agua helada en la trinchera le llegaba a Pedro hasta la cintura. Casi tuvo que sumergirse para esquivar la balacera. Por suerte logró disparar antes de cubrirse, y la cabeza agujereada de su enemigo se hundió en el lodazal aplastando su metralla.
—¡Ya vienen! —gritó Baldini.
El pelotón inglés superaba sin cuidado la poca resistencia del grupo. Pedro disparaba a ciegas, ya sin darle a nada. La noche era inminente. Ríos no aguantó más el encierro: saltó de la trinchera y trenzó su bayoneta en el hombro de un inglés, que trastabilló herido. Cuando el otro cayó al piso, sangrando, Ríos lo remató. Fue lo último que hizo antes de que una ráfaga de balas lo barriera de arriba abajo y cayera de rodillas primero, y de espaldas contra el barro después.
—¡Sigan meta bala! —arengaba Baldini.
Sus gritos se perdían en el ensordecido aire de las explosiones, que en la noche cerrada iluminaban las caras de cuanto inglés tuviera alrededor.
—¡No los dejen pasar! —seguía gritando el teniente.
El pelotón inglés pasaba igual, pasaba a toda velocidad pisoteando cabezas. Sólo algunos se detenían, y era para matar a los más reacios, o para capturar a quienes no se resistían. El resto seguía su corrida hasta reunirse con los helicópteros, que ya no disparaban, sino que aterrizaban en la cima del monte sin nadie entre ellos y Puerto Argentino. Puerto Argentino abajo y a lo lejos, entre la niebla y la oscuridad.
Las heridas en la pierna habían sacado de combate a Luzuaga antes de tiempo; un soldado inglés lo levantó a punta de pistola y lo arrastró hasta el resto de los prisioneros. Pedro quedó en la trinchera, solo y rodeado. Un inglés le empuñó su metralleta contra el pecho.
—Get out!
Pedro alzó los brazos y salió. Su casco cayó en el agua, y al volverse para recuperarlo vio cómo tres gurkhas sacudían del uniforme a Baldini a culatazos. Lo derribaron de los pelos, y ya en el piso lo cagaron a patadas, patadas que resonaban en el silencio final de la batalla. Lo último que se oyó en el monte, antes de que los ingleses ocuparan las posiciones, y los prisioneros emprendieran el camino a la base enemiga, fue el tiro que acalló por fin las suplicantes puteadas de Baldini.
La madrugada empezó en silencio, la neblina se aplacó.
Con las manos en la nuca, Pedro rascaba sus pelos dejando caer el barro seco dentro de su parka, empastándose entre la espalda y la musculosa. Memé la pondría en el lavarropas dentro de unos días, si es que la cosa no duraba demasiado.


Agustín roncaba desprendido de la teta; un hilito de baba y leche se le resecaba en las mejillas. Memé despertó de su duermevela en el sillón y apagó la tele, que había quedado encendida con el ruido de la pantalla sin señal. No tuvo ganas de levantarse ni de mover al bebé, no fuera cosa que se despertara. Sacó la almohada de los pies de Agustín, la puso en la cabecera del sillón y se acostó con cuidado. Cuando pudo acomodarse, recostó también al nene, que se quejó apenas.
Hacía frío, no podrían pasar la noche en el living. Memé finalmente se levantó y buscó una frazada, pero sólo tapó a Agustín y dejó que durmiera a sus anchas en el sillón hasta la próxima teta. Preparó café, y apenas terminó la taza supo que ya no dormiría el resto de la noche.
Al amanecer salió a la vereda. Sabía que Pedro no iba a aparecerse doblando la esquina, saludándola desde el fondo de la calle con sus medallas triunfantes tintineando al sol.
Pero igual salía. Y lo esperaba.



Llegaron a la base inglesa con la primera claridad, congelados y atravesados de calambres. Luzuaga no había resistido el dolor en las piernas, y se había dejado caer en alguno de los tramos entre el monte y la explanada. Pedro había querido detenerse a ayudarlo, pero a golpes lo obligaron a seguir. Y Luzuaga quedó atrás. Él no pudo saber qué le habría pasado, pero ya no estaba en la fila cuando llegaron a la base.
El campo de prisioneros desbordaba de soldados tras un alambrado de púas. El Manco, víctima de sí mismo, le dio una trompada de lleno en la cara al tipo que lo empujaba, y un grupo de soldados se le tiró encima para molerlo a botazos en las costillas.
—¡Paren, hijos de puta! —alcanzó a gritar Pedro, antes de que otro inglés lo despanzurrara enterrándole el kukri en el abdomen. El cuchillo entró caliente y salió resbaloso, limpio, tan rápido que la sangre tardó en asomarse desde el fondo de la herida que él inútilmente intentó aplastar antes de morirse.



Memé no había dormido esa noche, y tampoco durmió la noche siguiente ni las que vinieron. El nene andaba con el sueño intranquilo; ella sospechaba que tendría hambre, que quizá su pecho no lo saciaba. Ahora lloraba de nuevo, y Memé trató de calmarlo prendiéndolo a su teta en el sillón.
Encendió la tele.
“Comunicado del Estado Mayor Conjunto número 165. En el día de ayer, 14 de junio de 1982, se produjo la reunión entre el General Jeremy Moore y el General de Brigada Mario Benjamín Menéndez. En dicha reunión se labró un acta en la cual se establecen las condiciones de cese de fuego y retiro de tropas”.
Apagó.
Agustín hizo un provecho y se le acomodó en el hombro, ya casi dormido. Memé reposó la cabeza en el respaldo del sillón, y suspiró aliviada.
Quizá ya se esté volviendo, pensó.
Y se durmió con una sonrisa, imaginando la bienvenida.

Aquella Delia (cuento - mención del jurado en concurso literario de Metrovías)

Antes de que soplara las velitas, los tres dejamos que el abuelo se tomara todo el tiempo del mundo para pedir sus deseos. Cada vez éramos menos los que todavía íbamos a la casa del viejo a festejarle el cumpleaños. Al ver que tardaba en soplar, el tío Basilio rezongó muy bajito, pero yo lo oí. El abuelo, en la cabecera de la mesa, apagó por fin las velitas. Basilio se levantó y le palmeó la espalda, evitando tocarle la joroba.
—Feliz cumple, hermano —le dijo—. Ochenta y cinco pirulos, y estás hecho un pibe.
Al abuelo no le causó ninguna gracia la humorada.
Me levanté de mi lugar en la mesa, y en el camino me la llevé también a Claudia: un poco intimidada, apenas había hablado en toda la cena. No había sido buena idea presentársela al abuelo justo hoy.
—Feliz cumple, abuelo —dije, y le di un beso en la mejilla áspera como un trago de aguardiente.
—Muchas felicidades, don Augusto —le dijo Claudia con fría distancia.
El abuelo no la miró. En cambio, apartó la torta y apoyó las manos sobre la mesa, pensando quién sabe en qué.
Se formó un silencio muy espeso. Milagrosamente sonó el teléfono.
—Yo atiendo —dijo el abuelo, ganándonos a todos de mano, y desapareció tras la puerta de la cocina.
Apenas un segundo después, Claudia preguntó:
—¿Dije algo malo?
—¿Algo malo? —yo la miré—. No creo. ¿Por qué pensás eso?
—Si es por la cara de mi hermano, no te preocupes —la tranquilizó el tío Basilio—. Augusto es así: nunca sonríe. Siempre fue así.
—¿Siempre? —dijo Claudia—. Qué pena.
—Bueno, casi siempre —Basilio se acomodó en su respaldo como cuando está a punto de contar una vieja y larga historia. Si era la historia en que yo estaba pensando, me la conocía de memoria. Pero Claudia no—. Augusto no sonríe desde los diecinueve años —siguió diciendo el tío—, después de un viaje de trabajo a Puerto Madryn. Allí conoció a una chica, una tal Delia. Todas las tardes, no bien caía el sol, se escapaban a la costa y daban infinitas caminatas por las playas vírgenes. Nunca llegaron a besarse, ni siquiera a… intimar… Pero Augusto se enamoró perdidamente. Un día el viaje se le terminó, y antes de volver le propuso a Delia que se fuera con él a Buenos Aires.
—Y Delia le dijo que no —interrumpió Claudia, metida de lleno en la historia.
—Y Delia le dijo que no —asintió Basilio—. Mi hermano volvió de Madryn solo. Pero lo que volvió no era él. Era más bien un envase vacío, una carcasa: su corazón lo había perdido allá lejos, en las playas del sur. Desde entonces, nunca más sonrió. Se transformó en un tipo retraído, taciturno, que apenas te miraba a los ojos.
—Pero supongo que después de aquel desengaño habrá tenido otros amoríos —dijo Claudia.
—Por supuesto que los tuvo —Basilio me señaló como muestra del fruto de los otros amoríos de su hermano—. Pero esa chica de Puerto Madryn, esa Delia, fue su primer desengaño, su primer amor. A veces, en sus desvaríos de viejo gagá que cada tanto le agarran, escucho que la nombra y le pregunta si se acuerda de las caminatas, de los atardeceres. Y en la soledad del living todavía le reclama por qué no se vino con él a Buenos Aires, por qué tuvo que abandonarlo así.
—¡Eso es muy triste! —Claudia se tapó la boca al darse cuenta de que había gritado.
—A mi me da pena que el abuelo haya elegido pasar su vida de esa manera —acoté.
—Uno no elige cómo sentir —dijo Claudia con tono de reconvención—. Si tu abuelo llevó esa vida de espera y de nostalgia, fue porque le tocó vivir eso; no porque lo haya elegido.
Hicimos silencio.
El tío Basilio cortó unas porciones de torta y apartó la fuente con el resto.
—Para guardar en la heladera lo que queda —explicó.
El fantasma de la tal Delia había colado su bruma de tristeza en el cumpleaños, la misma bruma de tristeza que había esparcido en la vida del abuelo, que ahora seguía murmurándole al teléfono en el living oscuro. Apenas se lo oía.
Probé la torta para sentir algo dulce, pero Claudia ni la tocó. En cambio, el tío Basilio comió su porción entera. Incluso raspó el plato con el tenedor y todo. Pero no lo veía muy entusiasmado. No saboreaba. Supuse que pensaba en Delia. Qué distinto habría sido su hermano si aquella chiruza de Puerto Madryn se hubiese subido al micro con él.
—Esas cosas no se hacen —dijo, como para sí mismo.
—¿Cuáles cosas? —Claudia volvió de su nube de pensamientos.
—Esas cosas que hace la gente como Delia. Eso de prometer algo que no se puede cumplir.
—¿Cómo iba ella a saberlo? —dijo Claudia—. Quizá se dejó llevar por el amor que los dos sintieron en aquellas caminatas, pero quizás en el fondo sabía que sería imposible, que no podría irse a Buenos Aires con Augusto y abandonar toda su vida allá.
—Eso tendría que haberlo pensado antes —dije yo, y por la fulminante mirada de Claudia preferí no meter más bocadillos en el asunto.
—Lo que no entiendo —continuó ella, arrastrando su silla más cerca del tío Basilio—, es por qué don Augusto nunca la fue a buscar.
—¡Tenía demasiado miedo! —exclamó Basilio abriendo los brazos. Después se contrajo como un bicho bolita y susurró—: ¿Qué hubiera pasado si mi hermano iba hasta Puerto Madryn y no la encontraba por ningún lado? O peor aún: si la encontraba con otro. No, querida, mejor no. Prefirió quedarse a esperarla. Se quedó esperándola toda su vida, y yo un poco me quedé sin hermano.
El abuelo apareció por sorpresa en el vano de la puerta. La luz de la cocina resaltaba su erguido esqueleto contra la oscuridad del living, como si repentinamente se hubiese liberado del peso de su joroba, del dolor de sus rodillas y su reuma.
—¿Quién llamó al teléfono? —le preguntó Basilio.
Y dijo Augusto, incrédulo de sus mismas palabras:
—Delia. Delia llamó. Me invitó a salir.
Entonces, con un natural y olvidado movimiento que pareció dolerle en las mejillas, sonrió.