El carrusel de parque Element - (cuento - Mención en el Concurso Nacional de Literatura de Tres de Febrero 2016)

El pequeño Benny había sido la vergüenza de la familia desde recién salido de la panza. Apenas nacido los médicos habían intentado moverle las extremidades, se lo pasaron uno a otro incluso antes de cortarle el cordón, pero no había manera de flexionar ese bebé tieso, y desde entonces los médicos habían fundado en la ciudad la historia de que Sylvia había parido un muñeco. Aquello hundió a Sylvia en un contemplativo silencio, como se hunde una madre que ve morir un hijo. Pero Benny estaba bien vivo, y ella decidió ocultarlo. No quiso que nadie más lo viera. Para las visitas, él siempre estaba dormido. Llegó a negarle la leche de su cuerpo; los médicos consiguieron una institutriz para que lo amamantara antes de que se volviera un niño anémico.
Pero al tiempo el pequeño Benny empezó a mover las piernas. Era como si el aire húmedo de los paseos por las tardes le hubiera ablandado los músculos. Y más adelante, apenas pudo pararse, se largó a caminar. Todos creyeron que era un milagro. Un día tropezó en el jardín mientras saltaba entre los arbustos, y al caer se cubrió ágilmente la cara con las manos. Y aunque quedó tendido en el pasto, raspado y graznando, Sylvia gritó que por fin su hijo era un niño normal y lloró abrazada a la institutriz. Entre las dos lo limpiaron y lo apretujaron sobre los pechos.
––Solo faltaría tener a Thomas con nosotros ––dijo Sylvia añorando a su marido, que se había marchado al norte de Francia con la flota real y aún no habían recibido noticias de él.
En cuanto a Benny, aquel milagro del movimiento se esfumó en cuanto la institutriz tuvo la tarea de enseñarle a hablar. Una tarde, después de haberle sacado unos gemidos, la institutriz creyó oírle la primera palabra. Había sido como un bramido de bebé de elefante. Fue el primer sonido de Benny, pero eso era todo lo que en adelante saldría de sus labios: un quejido de foca moribunda. Algunos decían que parecía más bien el chillido de un cerdo, pero la institutriz insistía en que era de foca. Ella lo hacía aplaudir con las manos cruzadas y todos lo festejaban. La hermana mayor, Harriet, se mataba de la risa con la monería. Benny lo entendía y la repetía una y otra vez, pero al tiempo Harriet oyó que la gente grande se refería a su hermano como la foca.
Sylvia no pudo soportar la nueva humillación. Con el tiempo, volvió a dejar a su hijo de lado. Deambulaba cabizbaja por la casa, enceguecida y muda, aunque cada tanto Harriet la oía balbucear sentada en su cama frente a la foto de Thomas.
La llegada de un nuevo invierno recluyó a la familia dentro de la casa. En los periódicos decían que la Marina ya no podría sobrevivir al frío en el norte de Francia. La institutriz le prohibió a Harriet seguir leyendo las noticias, y mucho menos le permitió transmitírselas a Sylvia, que se la pasaba en los pastizales del jardín durante el día, y por las noches recorría sola los pasillos hasta que le daba sueño y se acostaba a dormir. No entraba al cuarto de Benny. Apenas si lo veía a la hora de cenar. Y si bien dentro de la casa se había instalado una calma que podía durar años, Harriet, con una inquietud que crecía como la llegada de la primavera, recordaba lo que las compañeras de piano habían dicho sobre un tal señor Belford.
––Si el señor Belford no te come ––le había dicho una compañera al salir de clase un sábado de mediados de marzo––, es porque sos una nena bien formada.
––¿Bien formada? ––preguntó Harriet.
––Una nena normal ––dijo la compañera respirando el aire tibio con la nariz colorada del polen, practicando digitación en un piano imaginario. ––Al hijo de Lord Gray se lo comió cuando tenía tres meses. Dicen que había nacido con los dedos pegados, pegados como un pingüino. ––Y levantó la mano con los dedos juntos y los movió como una aleta.
––¿Pero por qué iría a comerse a Benny? ––dijo Harriet.
––Todos sabemos por qué ––dijo la compañera, y agregó––: Al hijo de los Jones, el de la cara de galleta que era mudo y se babeaba, lo llevaron una noche al parque Element, y dicen que se lo dieron al señor Belford y él se lo llevó y lo guardó en una puertita adentro del carrusel, y lo tuvo ahí escondido hasta que se lo comió todo sin dejar ni los huesos. Aunque supongo que si alguien abre la puertita para ver si están...  Bueno, yo ni loca abro esa puertita.
Harriet hizo una mueca de náuseas.
––¿Y los nenes normales no le gustan? ––preguntó––. ¿Por qué no puede comernos a nosotras también?
––Supongo que le gustamos todos, pero los grandes no le entregan a las que están bien. Por eso el señor Belford nunca va a comerte ni a vos ni a mí. Estás a salvo. Pero nadie quiere tener uno como tu hermano. Si yo fuera tu mamá, seguro le llevaría a tu hermano Benny.
––¿Qué tiene de malo mi hermano Benny? ––Harriet lo sabía, pero hizo un esfuerzo por no llorar.
––Tu hermano no sabe hablar. Todos saben que Benny la foca hace jouuu-jouuu cuando habla.
Desde entonces, cada noche Harriet vigiló a su mamá. La oía llorar en su cuarto pronunciando una U larga y acuosa, y entre cada sollozo repetía el nombre de Thomas, repetía el nombre de su esposo como si evocándolo en el silencio de la casa pudiera hacerlo volver de la campaña. Harriet también empezó a pedir por su papá. Que volviera pronto a casa y les hablara de la guerra como algo lejano, que la reina le diera una medalla y por fin los cuatro pudieran ser una familia normal.
Normal.
Esa era la palabra que la había mantenido a Harriet despierta la madrugada que corrió hacia el parque Element. Había sentido los pasos de su mamá saliendo de la habitación. Después sintió la puerta de Benny, distinguió los ronquidos de su hermano cortarse bruscamente, y luego los oyó a los dos salir de casa.
Harriet se vistió y salió tras ellos. Aún le costaba creer lo que sospechaba. Si lo creía, se llenaría de terror. Siguió a su mamá y a Benny de cerca, ayudada por la luz de los faroles en los jardines o por la linterna de alguna diligencia que pasara tirada por un cochero somnoliento. La esperanza de que mamá y Benny desviaran el camino se deshizo cuando tomaron por el terraplén de entrada al parque. Harriet entonces arrolló su vestido sobre los muslos y se largó a correr los últimos metros por el sendero que llevaba al carrusel.
Al divisar el contorno de madera y hierro, los caballos subibajas recortados en la oscuridad, Harriet se detuvo ante la idea de que Belford también la esperara. Pero Belford no se dejaba ver. Sylvia y Benny, parados frente al carrusel, no oyeron el grito atragantado de Harriet cuando las luces del carrusel se encendieron con un estallido. Harriet tuvo que cubrirse los ojos para poder ver a través del resplandor: Benny se echó hacia atrás como sorprendido, zapateó en la tierra y tironeó del brazo de Sylvia. El carrusel dio unas vueltas truncas, los engranajes crujieron, Benny chilló desesperado por subir. Aplaudió con las manos cruzadas al ver un corcel marrón caoba. Lo señaló gimiendo como una foca. A ese quería subirse. Sylvia le echó una última mirada y lo dejó ir. Benny subió al corcel de un salto, le frotó las crines, le acarició el lomo como si le sintiera el calor. La madera del animal era tan lustrosa que podría henchirse y cabalgar. Benny aulló de alegría y saludó a Sylvia con los brazos en alto hasta desaparecer por el lado invisible del carrusel.


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