Qué
contentos se van a poner mamá y papá cuando vengan a despertarme a la mañana y
vean lo que fui capaz de hacer. Anoche Ramón volvió a entrar a mi cuarto y se
acostó al lado mío. No sé por qué, si él siempre dice que le doy asco, pero
igual entró y me apoyó su boca en mi oreja y volvió a decirme basura, estorbo,
lo de siempre. Yo apenas lo veía porque dejó la luz del baño encendida y la
sonrisa de lagarto le brillaba. Su aliento a comida entre los dientes y el olor
a alcohol transpirado me daban náuseas. Esta vez no me pegó… ¡qué borracho
estaba! En la cena había tomado cerveza y mamá de nuevo discutió con él porque
no dejaba de molestarme.
—Miralo, está haciendo algo.
—Dejalo en paz, Ramón.
—Pero mirá, miralo bien. Parece que quiere
hablar.
—No puede, Ramón. Dejalo tranquilo.
Lo que ella no sabe es que, cada vez que me
defiende, Ramón se toma revancha a la noche molestándome en mi cuarto. Es como
su rutina antes de ir acostarse al estudio donde mamá le armó una cama para que
viva con nosotros. A papá no le gustó mucho la idea de tener a Ramón en casa,
pero mamá le dijo que era su deber de hermana darle un techo hasta que consiga
dónde ir. Papá aceptó, pero nunca se llevó bien con él, sobre todo desde la
última pelea, cuando a papá lo llamaron de urgencia del hospital y no le quedó
otra opción que pedirle a Ramón que me cuidara.
Ese día, Ramón no me miró en toda la tarde. Se
la pasó hojeando las revistas viejas de medicina que papá guarda en la
biblioteca, mientras yo esperaba que en algún momento se acordara de cambiarme
las bolsas y darme los remedios. Pero nada. Ni me miró. Y cuando llegó la hora
de limpiarme, Ramón se quedó dormido en el sillón con la tele encendida, con el
volumen tan alto que tuve que estirarme hasta el control remoto para apagarla.
Hice tanto esfuerzo que me caí del andador y quedé en el piso hasta que papá
volvió. Apenas entró en casa, agarró a Ramón de los pelos y lo despertó a
patadas. Por suerte Ramón reaccionó sólo con excusas y no devolvía los golpes.
Yo desde el piso vi cómo las patadas de papá chocaban contra Ramón hecho un
bicho bolita, que aunque se cubría igual lloraba. Papá le gritaba hijo de puta,
tenías que cuidarlo, ¡mañana mismo te vas de esta casa! Pero olvidaba subirme
al andador y quedé en el piso hasta que se calmaron.
No volvieron a hablarse.
Lástima que mamá, que es tan
buena, insistió en que su hermano se quedara.
Mamá le aguantaba todo, incluso
las miles de veces en que Ramón le recordaba lo feliz que ella era antes de
tenerme, y cómo el tiempo la había entristecido hasta borrarle la sonrisa.
Ramón afirmaba que la había perdido después de mi nacimiento. Ella le negaba
todo, por supuesto, aunque mamá no es de reírse mucho y papá está tan cansado
que apenas si pasa un rato conmigo. Ya no me pasea por el jardín ni me raspa
las escamas como antes.
No sé si mamá y papá me quieren,
pero si tengo algo que decir de Ramón es que él me odió siempre y nunca lo
ocultó. Quizás mamá y papá también me odien, por ser la carga de vergüenza que
tienen que sobrellevar. Sólo espero que se pongan contentos cuando vengan a
despertarme y tengan que levantar a Ramón del piso y sacarle el cuchillo de la
garganta.
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