Olvidar a Mariel (cuento - publicado en diario Perfil, suplemento Cultura, 27/11/2011)


Paulo dejó la cama de Mariel sin hacer ruido. Ella dormía, pero no hacía falta despedirse: ya todo estaba dicho. Se habían separado. Cerró la puerta y, con la oreja pegada a la cerradura, escuchó el silencio dentro de la casa. Todo en orden. En puntitas de pie bajó los tres pisos por la escalera: el ascensor era demasiado ruidoso, ella podría despertarse y correr por el pasillo, gritarle desde arriba ¡esperá! ¡dónde vas! ¡volvé!.. pero qué iluso.
 Una vez en la calle, la fría madrugada lo engripó enseguida. Sólo llevaba de abrigo su remera. La nariz, ya enrojecida, le moqueaba, y no tenía ni un pañuelo. Tentado por las sábanas quizá todavía tibias de la cama de Mariel, pensó en volver al departamento; desechó la idea ni bien llegó a la estación.
 Tuvo suerte: el tren vino enseguida y vacío. Pensó que era lógico, nadie lo tomaría a las tres de la mañana. Mirando alrededor, algo desconfiado, subió, y caminó varios vagones buscando algún pasajero en quien refugiarse.
Nadie por ningún lado.
Recién adelante del convoy encontró sentada, de espaldas, a una rubia con su cabeza apoyada en la ventanilla. Fue a sentarse justo detrás de ella.
 En el aburrimiento del viaje se dejó llevar por la idea de encararla: hola, cómo estás, le diría; luego se bajarían en la misma estación, se besarían y, en una de esas, ella lo invitaría a su casa.
De pronto Paulo sacudió su cabeza y se retó por la distracción. ¡Ella podría bajarse en cualquier momento! Si iba a hablarle, tendría que ser ya.
Tomó coraje y se levantó. Amagó a sentarse al lado, pero a último momento el pudor lo mandó directamente al asiento de adelante. Quedó de espaldas a ella.
Qué boludo, pensó.
Envalentonado de nuevo, decidido a hablarle, se dio vuelta y encontró los ojos de ella fijos en él. Se quedó mudo, bloqueado. Del susto que tenía le sacó la mirada, y arrancó con las dudas: ¿me estaba mirando? Claro, cómo no iba a mirarme si soy la única persona en todo el vagón. Además, si me siento adelante de ella y me doy vuelta, no le quedaba otra más que mirarme. Eso no significa nada. ¿O si?
Giró su cabeza otra vez, y las miradas volvieron a cruzarse.
Entonces, con un movimiento rápido, casi imperceptible, se levantó de su asiento y fue a sentarse, por fin, al lado de ella.
Intentó hablarle, pero sólo pudo decir:
—Eeh…— y un escalofrío le cerró la garganta.
Ella sólo miraba al frente. Se mostraba nada más que de perfil: la nariz recta, la boca rosada, redondeadas y pálidas las mejillas, pálidas como leche. Paulo esperó que ella reaccionara, pero se dio cuenta de que nada en su semblante de estatua cambiaría.
El tren, a mitad de camino entre estaciones, amasaba los rieles a toda velocidad, convirtiendo los vagones una lata vacía de resonancia, lata gigante y plateada, cavernosa.
Miró a la chica una última vez, estudiándola: sus ojos claros no pestañaban. Aun tiesa, rígida, era hermosa. Su piel, delgada hasta la transparencia, dejaba ver en su interior una consistencia como de perla, sin huesos ni nada que la sostuviera. Sus piernas, saliendo de la pollera, se esfumaban en la negrura bajo los asientos.
Un inquietante deseo de besarla, de quedarse junto a ella, lo tomó por completo: en silencio la acompañaría en su armónico viaje. Nunca le contaría a nadie que la había conocido.
 —Quiero quedarme con vos —dijo él, aunque quedarse significara (lo presentía) quedarse para siempre.
 En Devoto, cinco estaciones antes de la suya, la besó muerto de miedo, y se bajó.
 No tomó otro tren hasta que se hizo de día.

2 comentarios:

  1. estas a la altura de arlt! me retrotrajo a un pasaje del libro de los lanzallamas...sos un grande!

    ResponderEliminar